Crónica de una búsqueda ancestral

OPINIÓN, ANDRÉS AYBAR BÁEZ, para 7 Segundos Multimedia. – El día 12 de nuestra ruta ancestral nos llevó por la Cornisa Cantábrica, desde Santander hasta la elegante San Sebastián, atravesando paisajes donde el verde de las montañas se funde con el azul bravo del mar. Pero más allá del esplendor natural y la riqueza cultural, este día fue un paso profundo por tierras donde, aunque casi borrada, aún se percibe la huella silente de los sefardíes que una vez caminaron estas sendas.

Partimos de Santander, y llegamos a Bilbao, corazón industrial y artístico del País Vasco. Allí, frente al Museo Guggenheim —símbolo de modernidad y resurrección urbana— reflexioné sobre otro tipo de renacimiento: el de la memoria. Así como Bilbao se reinventó desde sus ruinas industriales, muchos descendientes de Sefarad buscamos hoy reconstruir la historia que nos fue arrebatada, reconstruirnos a nosotros mismos a través del recuerdo y la identidad reencontrada. En las callejuelas del casco viejo, y en la vibrante vida del Mercado de La Ribera, imaginé a mis ancestros comerciando, dialogando, resistiendo en silencio bajo la amenaza de la Inquisición.

Guernica, nuestra siguiente parada, no fue solo un punto histórico. Fue una conmoción. El árbol sagrado, símbolo de libertades otorgadas y defendidas, me recordó cuán frágiles pueden ser los pactos humanos cuando el fanatismo impone su violencia. Allí, pensé en los sefardíes vascos, muchos de ellos conversos a la fuerza, otros expulsados, cuyas raíces fueron también arrancadas con brutalidad, como las ramas calcinadas del roble tras aquel bombardeo infame.

El atardecer nos sorprendió en Hondarribia, frontera viva entre España y Francia, fortaleza entre montañas y mar. Y fue aquí donde la historia susurró con fuerza. En sus callejuelas empedradas y su recinto amurallado, Hondarribia fue testigo de huidas silenciosas. Durante los siglos oscuros de persecución, este puerto —tan cercano a la libertad del otro lado de los Pirineos— se convirtió en una posible vía de escape para aquellos sefardíes que, bajo identidades fingidas, buscaban salvar sus vidas y su fe. Algunos llegaron disfrazados de comerciantes, otros como peregrinos o artesanos, esperando cruzar de noche hacia el País Vasco francés, donde las redes de ayuda y refugio, muchas veces discretas, les ofrecían esperanza. ¿Cuántos partieron desde su puerto hacia Bayona, Burdeos o más allá? ¿Cuántos dejaron atrás nombres, libros, y afectos, pero conservaron su memoria y su dignidad?

La arquitectura misma parece encerrar memoria: balcones cerrados como arcas, callejones que no quieren olvidar. En cada piedra, una historia susurrada. En cada escudo antiguo, una señal que el tiempo quiso esconder.

Finalmente, llegamos a San Sebastián, la joya de Guipúzcoa. En su Parte Vieja, mientras saboreábamos pintxos que reúnen lo mejor del mar y la tierra, sentí que la búsqueda ancestral también pasa por los sentidos. Que la memoria no solo se honra con palabras o archivos, sino también con aromas, sabores y paisajes que despiertan algo dormido en nuestra sangre.

Hoy comprendí que el País Vasco no es solo una región con identidad firme y lengua milenaria. Es también una tierra donde la historia sefardí, aunque negada durante siglos, sigue viva en los silencios, en los gestos, en los rostros. Un lugar donde el arte, la memoria y el paladar se entrelazan con la herencia de quienes fuimos. Porque en este viaje, cada kilómetro recorrido es también un paso más hacia Sefarad.