OPINIÓN, MARCELO P. RIVERA.- En vista de los nuevos precios que se vienen para el Metro de Santo Domingo a modo de pasaje combinado con el servicio del teleférico y la OMSA, quisiera hablar de algo derivado del transporte público y que es un exacto reflejo de la costumbre dominicana a ser maltratado pasivamente.

Naturalmente, hablo de los carros de concho y las guaguas (con todas sus variantes). ¿Por qué digo esto? Porque más de una vez he observado y cuestionado cómo es que soportamos tales niveles de abuso hacia nuestras personas, ¿realmente nos han convencido de que un servicio de calidad ha de ser caro? Porque quienes solemos quejarnos de esto siempre recibimos respuestas vagas como «al que no quiera ir incómodo, que se compre un carro o vaya en taxi».

Ahora, que no me he aclarado, ¿de qué maltratos hablo? Pues, como dominicano que eres, seguro ya tienes una idea; hoy, por 35 pesos (o más), nos montamos en carros públicos (o guaguas) en mal estado, sucios, que se apagan, cuyas puertas muchas veces no funcionan, que en ocasiones se apagan, malos olores y un largo etc. Encima de que tenemos que montarnos en carros en pésimo estado, se nos obliga al famoso sistema de cuatro detrás y dos delante, que además de incomodar y que los vehículos no están hechos para tal formato, muy probable debe tener efectos tanto físicos como psicológicos en los usuarios (sobre todo si se dan viajes prolongados y en que los pasajeros deban estar muy apretados y en posiciones dañinas y dolorosas).

Lo anterior ya es inaceptable, no lo duden, pero no es lo peor. ¿Qué es lo peor entonces? Lo peor es el trato al usuario. Aparentemente, no basta que el servicio sea espantoso y dañino, sino que como usuarios debemos soportar choferes malhumorados que tienen una actitud prepotente y que son rápidos para incojonarse y ponerse a discutir, que fácilmente hacen diligencias a medio trayecto (muchas veces se detienen y dan un «excúsenme, denme un minuto» cuando ya no hay opción). Aunque nos llamen pasajeros, su actitud demuestra claramente que no nos consideran como tal, ni consideran el servicio que dan como un trabajo, sino como un favor por 35 pesos (o más).

El fallo a todos estos horrores es que, como dominicanos, hemos aceptado esta forma de maltrato por costumbre. Queremos cosas mejores, pero no las exigimos, y al que las exige le decimos que se compre un carro, cuando si todos exigiéramos, lo más seguro es que no hubiera necesidad alguna de comprarse un carro.