OPINIÓN, ANDRÉS AYBAR BÁEZ, para 7 Segundos Multimedia. – Las ciudades, como los pueblos, viven. Respiran. Cambian. Evolucionan. Y cuando las normativas que las rigen dejan de acompañar ese cambio, se transforman en cadenas invisibles que sofocan el progreso, detienen la inversión y empujan al deterioro lo que alguna vez fue próspero. Eso es exactamente lo que está ocurriendo hoy en Gazcue.
El drama no es nuevo. A lo largo de la historia, cada vez que una ciudad ha intentado preservar lo insalvable, o frenar el crecimiento bajo argumentos nostálgicos o arbitrarios, ha terminado pagando un alto precio: retraso, abandono y marginalidad. Basta recordar lo que ocurrió con barrios enteros en ciudades como La Habana, Buenos Aires o incluso en sectores de Nueva York, donde políticas restrictivas, mal dirigidas o ideologizadas convirtieron zonas vibrantes en vestigios de un pasado irrelevante.
Gazcue, antaño zona residencial de clase media alta, hoy languidece atrapada entre normativas de la década del 70 y casas arrabalizadas construidas en los años 40 y 50 que ni tienen valor patrimonial ni cumplen función social ni aportan a la economía del Distrito Nacional. Compararla con la Ciudad Colonial es un error de concepto: allá se conservan joyas arquitectónicas de siglos, reconocidas por la UNESCO. Aquí, en cambio, quedan esqueletos de concreto corroídos por el tiempo y el descuido, muchas veces ocupados irregularmente y sin condiciones mínimas de habitabilidad.
¿Tiene sentido proteger lo que ya no tiene valor? ¿Acaso no es más responsable y justo permitir que sectores céntricos como Gazcue se regeneren con nuevas edificaciones, mayor densidad y espacios mixtos que devuelvan vida, seguridad y dinamismo económico?
La ciudad ha crecido. Su población ha crecido. Las necesidades habitacionales, comerciales y de servicios han cambiado radicalmente. Y sin embargo, seguimos atados a normas de planificación urbana que limitan alturas, usos y densidades como si estuviéramos aún en los años de Trujillo. ¿A quién sirve esa rigidez? Ciertamente, no al ciudadano común, que paga cara la vivienda por escasez; ni al comerciante, que no puede invertir por trabas; ni al Estado, que ve cómo decae la recaudación y el orden urbano.
Es hora de que se comprenda que el verdadero patrimonio de una ciudad es su gente, su capacidad de generar bienestar, empleo, movilidad y calidad de vida. No se trata de destruir lo que tiene valor; se trata de no proteger lo que ya no lo tiene. El planeamiento urbano debe ser un instrumento de futuro, no un candado del pasado.
Gazcue no pide destrucción, pide renovación. No clama por torres descontroladas, sino por proyectos de ciudad pensados para los tiempos de hoy. Una ciudad no puede ser un museo a cielo abierto si lo que conserva no inspira, no educa, ni sirve.
Las normas están para ordenar, no para paralizar. Y si las normas se vuelven obstáculos al desarrollo armónico, entonces deben ser cambiadas, porque la ciudad — como la vida — no se detiene.