OPINIÓN, ANDRÉS AYBAR BÁEZ, para 7 Segundos Multimedia.- Mucho antes de que yo pisara por primera vez las calles de Madrid, los ecos de mi historia familiar ya resonaban en estas piedras antiguas. Los López Penha, rama de mi linaje dominicano, son herederos de una memoria sefardí que, aunque por años fue difusa o susurrada, nunca dejó de latir. Venimos de aquellos judíos hispano-portugueses que fueron expulsados de estas tierras, llevando consigo no solo sus nombres, sino también una forma de vivir, pensar y resistir. Y hoy, al cerrar esta etapa madrileña de mi viaje, siento que no ha sido un simple recorrido: ha sido una restitución íntima.
Durante estos días recorrí calles, plazas, museos y templos buscando rastros, no siempre visibles, de la comunidad sefardí que habitó esta tierra y fue luego marginada y desterrada por el mismo reino que la había visto florecer. Pero lo que el tiempo borra en piedra, la memoria lo graba en el alma.
En el Museo Sefardí me conmovieron las historias de judíos españoles que, siglos después, regresaron para ayudar a otros: desde los que salvaron vidas durante el Holocausto hasta los que apoyaron causas de justicia social en América Latina. Esa solidaridad transgeneracional me hizo entender que la diáspora no solo deja heridas, también deja semillas. Tal vez una de ellas germinó en el Caribe con los López Penha, que desde República Dominicana han mantenido un espíritu resiliente, marcado por la discreción, el servicio, el respeto por la educación y el trabajo honesto.
En la antigua Judería de Madrid, casi borrada del trazado urbano, confirmé que no todo exilio es olvido. Aun sin sinagogas visibles, los muros hablan si se sabe escuchar. Un guía, anciano y apasionado, me narró cómo en ciertos rincones aún se recita en voz baja el Kadish, en honor a los que partieron y a los que quedaron en silencio.
Y ahora, en mi última tarde antes de partir hacia el sur —rumbo a Toledo, Córdoba, Sevilla y luego Portugal— escribo estas líneas con el corazón dividido entre la nostalgia y la promesa. Madrid no fue solo el punto de partida de este viaje, sino el primer reencuentro con una identidad que creí lejana, y que ahora late con fuerza renovada.
Me llevo conmigo las voces invisibles de Sefarad, el perfume del romero encendido en alguna esquina, y la certeza de que la historia, cuando se honra, puede ser puente, no muro. Que este adiós a Madrid sea el umbral de otras memorias por despertar… y que en cada paso que dé, caminen conmigo los míos, los que estuvieron antes y los que vendrán después.