Crónica de una búsqueda ancestral

OPINIÓN, ANDRÉS AYBAR BÁEZ, para 7 Segundos Multimedia. – Este décimo día de travesía nos aleja del litoral atlántico y nos lleva hacia el corazón de la meseta norte, siguiendo el pulso del antiguo Camino de Santiago, que también fue —para muchos sefardíes— una vía de escape, de exilio interior o de camuflaje espiritual. La ruta comenzó al amanecer en Santiago de Compostela, la ciudad de las piedras sagradas y los silencios crónicos, donde la memoria judía apenas asoma, pero se presiente. Dejamos atrás sus callejuelas húmedas con un presentimiento: hoy recorreríamos no solo kilómetros, sino siglos.

En Lugo, nos recibieron las murallas romanas, intactas, como si aún guardaran secretos no revelados. Aquí, los judíos no fueron mayoría, pero hubo presencia: prestamistas, artesanos, y sobre todo conversos, que vivieron integrados en el sistema feudal. Quizás alguno de ellos, en el siglo XV, subía cada día a caminar sobre las piedras romanas para meditar sobre el futuro incierto de su linaje. Uno se pregunta si entre esas piedras se ocultaron las primeras renuncias impuestas o los últimos rezos en voz baja.

Subimos luego hacia la aldea de O Cebreiro, en la entrada a la Cordillera Cantábrica. El paisaje se volvió íntimo, como un susurro verde de Galicia al alma. En esta aldea de piedra y pizarra, con pallozas circulares que parecen eternas, el tiempo se detuvo. Fue aquí donde entendí que muchos judíos huidos pudieron esconderse en lugares como este, disfrazados de campesinos, fundidos con la tierra. En medio del olor a heno y a humo, imaginé a un joven “López” o “Penha” aprendiendo a rezar con otro acento, sin perder del todo la melodía ancestral del Kadish.

León nos recibió con su luz castellana y su impresionante catedral de vidrieras que parecen cielos suspendidos. León sí tuvo una comunidad judía importante en la Edad Media, con su judería bien definida cerca del convento de San Isidoro. Pero también fue escenario de represión, de conversiones masivas y de fugas. El nombre de la ciudad reaparece en varios documentos de expulsión de 1492. Paseando entre sus calles, no pude evitar pensar que algún antepasado de los López Penha —o un pariente lejano— pudo haber salido de aquí rumbo al norte, buscando refugio, quizás, en Portugal.

Finalmente, llegamos a Oviedo, capital de Asturias. Su aire húmedo y noble, sus calles peatonales, la imponente catedral de San Salvador y la cercanía del monte Naranco, le dan un aire de recogimiento y dignidad. Aunque no se conocen comunidades judías numerosas en Oviedo, sí hubo conversos, y sobre todo rutas de paso hacia puertos del norte, desde donde muchos partieron al exilio. Aquí aprendí que la herencia sefardí no siempre se encuentra en placas ni museos, sino en las heridas escondidas de los árboles genealógicos y en la forma en que ciertos apellidos se multiplicaron fuera de lugar.

Terminamos el día en una sidrería tradicional asturiana, probando sabores nuevos, escanciando la sidra como ritual de bienvenida. En cada burbuja, un brindis por los que resistieron, por los que partieron, y por los que regresamos —aunque sea en busca de un nombre, una señal, un eco de Sefarad.