OPINIÓN, ANDRÉS A. AYBAR BÁEZ.- Desde que regresé graduado a la República Dominicana, he escuchado la misma historia repetirse una y otra vez: el Estado acumula deudas, promete pagos, firma compromisos e incluso recibe sentencias judiciales… pero no paga. En cambio, cuando es el ciudadano quien tiene una deuda con el Estado —ya sea por impuestos, aduanas o cualquier otro concepto— el cobro es inmediato, implacable, con recargos y penalidades que muchas veces rayan en lo abusivo.
¿Cómo hemos llegado a este nivel de desigualdad institucional? ¿Cómo puede una nación aspirar a atraer inversiones, fortalecer su institucionalidad y avanzar hacia el desarrollo si el propio Estado actúa como un deudor moroso que se cree por encima de la ley?
La situación se vuelve aún más grave cuando se trata de deudas reconocidas por decisiones judiciales firmes. Ni siquiera en esos casos el Estado cumple con prontitud. Al contrario, se hace el desentendido, como si el mandato de un tribunal fuera una simple sugerencia. Y cuando un ciudadano intenta negociar con lógica financiera —buscando descuentos o facilidades legítimas para que le paguen lo que se le debe— la respuesta es muchas veces la intimidación, la represalia o incluso una querella penal absurda. Como si reclamar lo justo fuera un delito.
Esto no es propio de una democracia moderna. Es un patrón de comportamiento propio de regímenes autoritarios, donde el poder opera sin límites ni consecuencias. ¿En qué nos diferenciamos entonces de sistemas que tanto criticamos, si toleramos que el Estado incumpla la ley mientras exige obediencia total al ciudadano?
Lo más alarmante es la pasividad colectiva. Como pueblo, nos hemos resignado. Hemos aceptado —casi con naturalidad— que el Estado no cumple, que no paga, que no responde. Mientras tanto, al ciudadano común se le exige puntualidad absoluta, sin derecho a errores ni prórrogas. Esa doble vara destruye la confianza, debilita el Estado de derecho y agrava el desencanto social.
Si de verdad queremos un país serio, confiable y digno de respeto, esta situación debe cambiar. El Estado debe ser el primero en dar el ejemplo: cumplir sus obligaciones, respetar las decisiones judiciales y responder con responsabilidad. Solo así podremos hablar de institucionalidad real y de un futuro sostenible.
Porque un país donde el poder cobra con rigor, pero paga con dejadez, camina directo hacia el descrédito. Y ese, dominicanos y dominicanas, es un camino que debemos rechazar con firmeza.